El Año de Jubileo (I)
Según "el sábado de la tierra "(Deut 15), todas las deudas debían cancelarse cada séptimo año, como también toda servidumbre, y deben descansar todos los animales y la tierra durante un año. A eso, el Año de Jubileo agregaba una total reforma agraria cada medio siglo.
El Año de Jubileo
La Biblia contiene muchas sorpresas, y una de las más bellas es la enseñanza sobre el año de Jubileo. Imagínese usted, amigo lector, un año en que se cancelan todas las deudas de toda la nación, por un plumazo. !Borrón y cuenta nueva, y nadie debe nada a nadie! ¡Todo un paraíso para los pobres endeudados! Y no sólo eso. En ese año se hace también una total reforma agraria, para que todas las familias vuelvan a tener parcelas iguales de terreno productivo. ¡Tierra para los "sin-tierra", justicia para los desahuciados! ¡Todo eso y mucho más, por ley divina, cada cincuenta años! Eso se llamaba "el año de Jubileo".
De hecho, eran dos prácticas y dos leyes relacionadas. Según "el Sábado de la tierra", promulgada en el capítulo 15 de Deuteronomio, cada siete años el israelita "perdonará a su deudor todo aquel que hizo empréstito de su mano, no lo demandará más a su prójimo, porque es pregonada la remisión de Jehová ... para que así no haya en medio de ti mendigo" (Dt 15:1-4). Además, en ese séptimo año cualquier servidumbre se cancelará y todos los animales de uno, y también la tierra misma, tendrán descanso completo, que será el "sábado" de ellos también. En todo momento, los fieles tienen que atender generosamente a los necesitados, "porque no faltarán menesterosos en medio de la tierra; por eso yo te mando, Abrirás tu mano a tu hermano" (15:11). Muchos pasajes del Antiguo Testamento aluden a esta legislación (Ex 21:1-6; 23:10-11; Dt 31:10-13; Neh 10:31) y Jesús mismo cita a Dt 15:11 para mandarnos a atender a los pobres (Mt 16:11; Mr 14:7; Jn 12:8).
Después de siete "sábados de la tierra", que sumarían 49 años, el siguiente año, el número cincuenta, se proclamaba "el año de jubileo" de Levítico 25, que se menciona también en muchos otros pasajes. "Y contaréis siete semanas de años... Entonces harás tocar fuertemente la trompeta ... y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo" (Lev 25:8-10). El nombre "jubileo", que no es lo mismo de "júbilo", se deriva de la palabra hebrea para "trompeta". El año de jubileo era el año del "trompetazo de la libertad".
De nuevo en el año cincuenta, debían descansar los animales y la tierra (25:11), pero ahora es más: el texto repite dos veces que "volveréis cada uno a su posesión" (15:10,13). Cuando los israelitas entraron en Canaán, repartieron la tierra agrícola en porciones iguales a cada tribu, clan y familia, y sin duda hicieron lo mismo al regresar del cautiverio en Babilonia. Pero además, cada medio siglo se había de practicar una nueva redistribución de la tierra para volver a la igualdad para todos. Eso significaba que era imposible vender la tierra misma, ya que en el año cincuenta lo comprado regresaba a su dueño original; lo único que se podría vender y comprar fue determinado número de años de usufructo de la tierra, o sea, de cosechas futuras, hasta el año de jubileo (25:14-17).
Detrás de este arreglo económico estaba una verdad teológica aun más radical, que formula el versículo 23: "La tierra no se venderá a perpetuidad, pues la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo" (Lev 25:23). Dios es el único dueño de toda la tierra (Ex 19:5; Sal 24:1), y nosotros somos sus huéspedes en su tierra y sus mayordomos de ella. Por eso, no podemos vender lo que no es nuestro. Esto es uno de los principios bíblicos que militan fuertemente contra el concepto moderno de propiedad privada en vez de "tenencia" de bienes prestados y de mayordomía responsable y fiel de lo que no puede ser nuestro en último término.
Aunque este modelo económico nos parece absurdo e inviable, desde la lógica de Dios es perfectamente coherente, hoy también. ¿Por qué deben los que ya tienen recursos, dinero extra que pueden dar en préstamos, aprovecharse de los que no poseen lo suficiente y tienen que pedir prestado? ¿Por que deben algunos tener más tierra que otros, cuando Dios nos creó a todos iguales y nos ama a todos por igual? ¿Cómo se puede tolerar, bíblicamente, que los ricos tengan todo a su favor, hasta poder sacar beneficios de la necesidad ajena? Un sistema que permite eso, y hasta lo glorifica, está muy mal ante los ojos de Dios.
Para neutralizar estas enseñanzas tan drásticas, algunos afirman que nunca fueron practicadas por Israel y por eso no pueden orientar nuestra conducta o inspirar nuestros valores hoy. ¡Qué argumento más extraño, como si nuestra desobediencia pudiera anular el mandamiento de Dios! Pero de hecho Israel, en sus épocas de obediencia a Dios y en momentos decisivos de su historia, como los inicios de la vida económica en Canaán y como el retorno del cautiverio babilónico (cf. Neh 10:31), sí las practicaba. Además, cuando no las practicaban, los israelitas sabían bien que debían cumplirlo y que estaban pecando al no hacerlo (Jer 34:8-17; cf. Isa 37:30).
Que Dios nos conceda a todos en 2008 no sólo un "feliz año nuevo" sino un verdadero "Año de Jubileo" en servicio de la igualdad, la libertad y la justicia que Dios quiere.
II. Año de Jubileo y Pentecostés
En nuestra columna anterior hicimos un resumen de dos aspectos de la ética social y económica de la Biblia. Según el Año Sabático, conocido también como "el sábado de la tierra" y "el año de la remisión", cada siete años los israelitas tenían que cancelar todas las deudas adquiridas, anular toda servidumbre, y dejar descansar todo el año a la tierra y los animales (Deut 15). Además, cada año cincuenta era el "Año de Jubileo". Con un trompetazo fuerte, Israel había de pregonar libertad a todos los moradores de la tierra, cumplir de nuevo las exigencias del Año Sabático, y además aplicar una reforma agraria total, para que cada cincuenta años todas las familias comenzaran con parcelas iguales de terreno productivo.
Este modelo es muy radical, y muchos quieren neutralizarlo con afirmar que nunca se practicaba, pero la verdad es que en sus períodos de obediencia a Dios, Israel sí cumplía estas leyes. Cuando no las obedecía, sabía que estaba desacatando la ley de Dios. Según Jeremías, cuando Nabucodonosor tenía sitiada a Jerusalén, el profeta ordenó a los ricos proclamar libertad y dejar libres a sus siervos (Jer 34:8-9, 13-15), como mandaban la ley del Año Sabático y del Jubileo. Los ricos reconocieron su pecado y liberaron a sus esclavos pero después, cuando Nabucodonosor se retiró, ellos se arrepintieron y volvieron a sujetarlos a servidumbre, contrario a la ley de Dios, profanando así su nombre (34:10-11,16). A eso Dios respondió, "Vosotros no me habéis oído para proclamar libertad cada uno a su hermano... He aquí, yo proclamo libertad, dice Jehová, a la espada y a la pestilencia y al hambre contra vosotros" (34:17). Es claro que ellos entendían que tenían que cumplir el Jubileo y por no hacerlo, Dios les castigó con un "Anti-Jubileo".
A lo largo, la carne venció a la obediencia y se reconoció que sólo con la venida del Mesías y con el derramamiento del Espíritu se iba a cumplir debidamente estas leyes. Por eso se proclama proféticamente del Mesías, "El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me ha enviado a predicar buenas nuevas a los pobres, ... a publicar libertad a los cautivos ... a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová" (Isa 61:1-2; éste último, probablemente equivalente de "Año de Jubileo"). Lo más interesante es que Jesús, para su sermón inaugural en Nazaret, escogió precisamente este pasaje, una clara promesa de Jubileo, como su texto (Luc 4:16-20). El Espíritu había descendido sobre él (Luc 3:22), y ahora él proclama libertad y Jubileo. Por eso, todo su ministerio debe entenderse como un proyecto de Jubileo en su total plenitud.
Este tema vuelve a aparecer con el día de Pentecostés. De nuevo el Espíritu es derramado, ahora sobre el cuerpo de Cristo, en el día del nacimiento de la iglesia, y de nuevo se practica el Jubileo. Es muy posible que el mismo nombre "Pentecostés", como el día 50 después de la Pascua de Israel, se relacionara con el Jubileo, como año 50 dentro del siglo. Algunos han afirmado aun que el Pentecostés ocurrió en un Año de Jubileo, pero de cualquier forma, el Pentecostés cumplió la doble promesa de Isaías 61: el Espíritu fue derramado sobre la iglesia, y los fieles repartieron sus bienes.
Cuando se habla del Pentecostés, se piensa casi exclusivamente en el don de lenguas. Pero fundamental también a esa "pentecostalidad" auténtica es el sermón profundamente bíblico que predicó Pedro (Hch 2:17-36) y también la práctica radical de la comunidad que ahí nació (2:42-47; 4:32-37). Llevaron el evangelio y el Pentecostés al terreno económico, de modo que "tenían en común todas las cosas, y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno" (2:44-45). Después de otra poderosísima manifestación del Espíritu Santo, leemos que "ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común... Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad" (Hch 4:32-35). Básicamente, esos fondos se invirtieron en un proyecto de comedores populares para viudas pobres (Hch 6:1-7).
Son inconfundibles en estos pasajes los ecos de Deuteronomio 15, Levítico 25 e Isaías 61. No debe sorprendernos que este largo y maravilloso relato del Pentecostés, en sus múltiples aspectos, no es otra cosa que un nuevo Jubileo. Junto con lenguas y un profundo sermón bíblico, estas radicales acciones económicas pertenecen a la esencia de la pentecostalidad. Sin práctica de Jubileo, no hay Pentecostés, hoy tampoco.
III. Año de Juibleo y Pablo
La enseñanza bíblica del Año de Jubileo incluía, como hemos visto en artículos anteriores, la cancelación de todas las deudas cada siete años (Dt 15:1-4) y una total reforma agraria cada medio siglo (Lev 25:10,13). Por eso, Dios prohibió la "venta a perpetuidad" de la tierra, porque "la tierra mía es", dice el Señor (Lev 25:23). Como no podía existir la "propiedad privada", sólo se podría "vender" el usufructo de la tierra (sus cosechas) hasta el próximo Año de Jubileo (Lev 25:14-17). Cuando Israel vivía en obediencia a Dios, cumplía estas leyes, y cuando no las obedecía, sabía que estaba en rebeldía contra el Señor (Jer 34).
Hemos visto también que el Jubileo es el tema del primer sermón de Jesús (Lc 4:16-20) y un aspecto central del significado del Pentecostés (Hch 2:42-47; 4:32-37). En esa original comunidad pentecostal, "ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común, y se repartía a cada uno según su necesidad" (Hch 4:32,35). El proyecto especial de esa comunidad pentecostal era un comedor popular para los pobres de Jerusalén (6:1-7). En un sentido esa forma radical de compartir los bienes fue voluntaria, porque la iglesia no es un estado político, pero a la vez era una obligación ante Dios, basada en la ley del Año de Jubileo. Más que una invitación a la filantropía bondadosa, era todo un nuevo modelo económico.
Algunos se han atrevido a decir que este proyecto de la iglesia pentecostal fue un error, o aun que actuaron en la carne, contrario al Espíritu Santo. Es cierto que continuó la pobreza entre los creyentes de Jerusalén, pero eso no se vio como fracaso del proyecto sino llamado a intensificar la acción solidaria. Según Pablo, la decisión del Concilio de Jerusalén, guiada por el Espíritu Santo (¡Hch 15:28!), incluyó como su condición que "solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo cuál también procuré con diligencia hacer" (Gal 2:10). En toda su labor misionera, Pablo cumplió ese compromiso hecho en Jerusalén de ser fiel al proyecto que nació el día de Pentecostés como práctica del Jubileo.
Es especialmente impresionante el papel central de este tema en la culminación del ministerio de Pablo. El proyecto que marcó el final de su vida fue el de llevar una ofrenda a los pobres de Jerusalén, en las mismas monedas de las diferentes provincias, junto con creyentes representativos de cada zona evangelizada por él. (Eso lo expone Pablo en 1 Cor 16:1-4, 2 Cor 8-9, Rom 15:25-31 y lo narra Lucas en Hch 20:1-6, 22-25; 21:10-14,17. Hch 20:4 da la lista de los creyentes que acompañaban a Pablo). Eso no sólo sería un aporte monetario a los pobres de Jerusalén, fiel al ejemplo del día de Pentecostés y al mandato de Concilio de Jerusalén, sino también un gesto muy convincente de amor en Cristo en aras de la unidad del pueblo de Dios. Habían ocurrido muchos conflictos entre Pablo, con su ministerio a los gentiles, y los judeo-cristianos de Palestina. Al final de su ministerio, Pablo dedica todo su esfuerzo a favor de los pobres de Jerusalén y en pro de la reconciliación con los que le habían dado tanta guerra.
Pablo sabía bien que este viaje iba a ser sumamente peligroso; es más, presagiaba su propia muerte como consecuencia (Hch 20:22-25). El Espíritu Santa le testificaba múltiples veces de este grave riesgo (Hch 20:22-25), y el profeta Agabo le exhortó, con lágrimas, no ir a Jerusalén (Hch 21:10-12). Sin embargo, con terca valentía y aun contra la voz profética, Pablo insistió en hacer el viaje (21:13-14).
Lo más sorprendente de este último viaje de Pablo es que tuvo por fin un servicio a los mismos pobres que atendió la iglesia de Jerusalén después del Pentecostés. Pablo no iba a Jerusalén para una campaña evangelística, ni cursos de teología sistemática ni talleres de formación de líderes -- con todo respeto a esas muy dignas actividades. San Pablo estaba dispuesto a desafiar a las profecías y poner su propia vida en inminente peligro de muerte, por un proyecto de servicio a las necesidades materiales de los pobres de Jerusalén. Eso fue una consecuencia del proyecto de la comunidad pentecostal, el cual a su vez se basaba en el Año de Jubileo.
En 2 Cor 8-9 Pablo elabora la base y la lógica de este proyecto mediante una hermosa teología de la gracia y la gratitud (8:9; 9:8-10,15). El trasfondo fue que los tesalonicenses (más pobres) habían cumplido su prometido aporte para la ofrenda (8:1-2), mientras los corintios (más ricos) no habían cumplido. Pablo apela al ejemplo de Jesús, "que siendo rico se hizo pobre" (8:9). Más adelante, les asegura que Dios es poderoso para darles a ellos la gracia de ser generosos hacia los pobres (9:8-10). Y todo eso debe nacer de nuestra gratitud hacia Dios por su gracia para con nosotros (9:15).
Llama mucho la atención que Pablo nunca pide dinero para si mismo ni para "la obra" o "el ministerio". Pide una ofrenda para los pobres, y él mismo da el ejemplo. La razón básica, repetida dos veces en un solo versículo, es que Dios quiere la igualdad (2 Cor 8:14), lo mismo que en el Año de Jubileo y el proyecto pentecostal. La desigualdad es un mal que no agrada a Dios. Dios es enemigo declarado de cualquier sistema social que fomenta y favorece la desigualdad, como es nuestro actual sistema económico.